Crónica cultural
En el “Pensil de los Andes”, como la llamara el poeta, Latacunga se despereza cada noviembre al ritmo del tambor, el clarín y el repique de campanas. La ciudad, enclavada en las estribaciones del majestuoso Cotopaxi, a 2860 metros sobre el nivel del mar, se viste de colores y aromas para recibir a su fiesta mayor: la Mama Negra. En sus calles empedradas, la bruma de la mañana se disuelve con los primeros pasos de los comparseros que anuncian el inicio del jolgorio.
Ayer, 8 de noviembre, las arterias principales de la ciudad se colmaron de un fervor que solo puede describirse como una comunión de tiempos y almas. Niños, jóvenes y ancianos confluyeron en una misma corriente de alegría, danzas y fe. Los balcones se llenaron de flores, los altares improvisados de la Virgen de las Mercedes lucieron encendidos con velas, y los sones de la banda acompañaron el desfile que, como cada año, se convirtió en espejo de la identidad latacungueña.
EL SINCRETISMO RELIGIOSO, LA MAMA NEGRA Y LA VIRGEN DE LAS MERCEDES CONSTITUYEN UNA TRILOGÍA SIN PAR DONDE EL FOLCLOR CONSIGNA ALEGRÍA AL PUEBLO COTOPAXENSE.
La algarabía y el jolgorio, los vestidos multicolores, los rostros pintados y las risas que resuenan entre calle y calle, rompen el frío páramo andino con una fuerza vital que desafía el viento. La simbiótica fiesta de la Mama Negra es un canto a la vida y a la historia; en ella conviven el rito y la fe, la máscara y la plegaria, el disfraz y el rezo, en una coreografía que solo el alma mestiza del Ecuador podría concebir.
El desfile, esa procesión pagana y sacra a la vez, lleva la representación viva de lo que somos: un país de mezcla, resistencia y memoria. En cada paso de los personajes emblemáticos —el Capitán, el Ángel de la Estrella, el Rey Moro, el Huaco, el Payaso, la Ashanga y, por supuesto, la Mama Negra— se resume la historia de los pueblos originarios, los conquistadores, los afrodescendientes y los criollos. Es una síntesis de la nación profunda, del Ecuador que canta, baila y ora sin olvidar sus raíces.
El acierto cultural del pueblo cotopaxense radica en haber elevado este sincretismo a expresión de identidad. En la Mama Negra se entrelazan la cosmovisión andina, el corso ibérico y las devociones cristianas. La Virgen de las Mercedes, patrona de Latacunga, recibe cada año la gratitud de sus devotos por los favores concedidos, entre ellos la protección del volcán Cotopaxi, cuya presencia es constante, majestuosa y temida. El sincretismo religioso encuentra aquí su mejor manifestación. El rezo a la Virgen se funde con las danzas que evocan a Yemanyá, la deidad africana de las aguas, y con los rituales ancestrales que invocan a los apus y espíritus de la montaña. Los rezos y los cantos no conocen fronteras de credo o raza: son expresión de un pueblo que ha sabido convertir su dolor en fiesta y su esperanza en tradición.
La presencia afroecuatoriana, simbolizada en el muñeco negro y en la figura de la Mama Negra, rememora las raíces de quienes fueron arrancados del África y hallaron en los Andes un nuevo lugar donde celebrar la vida. En su figura se condensan la libertad y la fe, la gratitud y la resistencia. Es la madre protectora, la mujer sagrada, la mediadora entre el cielo y la tierra, entre el santo y el diablo, entre la lágrima y la carcajada.
Este maremágnum de rituales icónicos es una delicia para el ojo antropológico y un festín para el alma popular. Las danzas se suceden entre acordes de pasillo y candombe, entre el retumbar de la bomba y el eco del pasacalle. Los músicos no cesan, los bailadores no descansan y el público vibra al compás de una memoria compartida. En cada nota se siente la melancolía del yaraví y la picardía de la rumba, esa mezcla de ritmos que define nuestra diversidad.
Pie de Foto: Explesión popular de raigambre cultural. Autor: Municipio de Latacunga.
Ayer, como todos los años, la fiesta se prolongó hasta el anochecer. Las luces de los faroles iluminaron los trajes relucientes, y el aroma de la chicha, el hornado y las empanadas invadió el aire. Latacunga fue, por un día, el corazón palpitante del país, una metáfora viva del mestizaje ecuatoriano. Los visitantes nacionales y extranjeros se sumaron al júbilo, sorprendidos por la intensidad de una celebración donde el fervor y la alegría caminan de la mano.
Pero más allá de la música y del color, la Mama Negra es también una plegaria colectiva. Es la manera en que el pueblo agradece, suplica y renueva su fe. Al paso de la Virgen de las Mercedes, las lágrimas se mezclan con la sonrisa, y los corazones se llenan de esperanza. En ese instante, la frontera entre lo divino y lo humano desaparece, y todo Latacunga se vuelve un solo cuerpo devoto que danza.
La belleza de esta fiesta es simpar, única y de suyo propia. San Vicente Mártir de Latacunga se convierte cada noviembre en una capital espiritual del Ecuador. Entre el humo de los voladores, las flores marchitas del camino y el eco lejano de las comparsas, se alza la certeza de que esta tradición seguirá viva mientras existan hombres y mujeres dispuestos a rendir homenaje a su historia. La Mama Negra no es solo una fiesta: es el alma misma de un pueblo que, pese a los siglos y las penas, aún sabe celebrar la vida.
Pie de foto: El alma de los pueblos se expresa en el simbolismo cultural / Foto: Municipio de Latacunga
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