En las calles de Ecuador, hablar de justicia provoca reacciones encontradas. Para muchos, estos conceptos justicia, derecho y ley representan una promesa incumplida; para otros, la única esperanza de transformar una sociedad marcada por profundas desigualdades.
Cuando la Constitución de 2008 vio la luz aquel 20 de octubre, miles de ciudadanos celebraron lo que parecía ser el inicio de una nueva era. Este documento, nacido del anhelo colectivo de cambio, prometía no solo definir derechos y deberes, sino convertirse en la brújula que guiaría a Ecuador hacia un futuro más equitativo; sin embargo, a más de quince años de su promulgación, la distancia entre el papel y la realidad cotidiana sigue siendo abismal.
El derecho en Ecuador debería ser más que un conjunto de normas encerradas en códigos polvorientos. Debería funcionar como un motor de cambio social, capaz de reducir la brecha entre quienes todo lo tienen y quienes luchan a diario por sobrevivir. Sin embargo, en los pasillos de los juzgados se respira una atmósfera de desconfianza. La percepción de que "la justicia tiene precio" ha erosionado la fe en instituciones que deberían ser el último camino de la equidad.
¿De qué sirve una ley de protección cuando las escuelas rurales carecen de infraestructura básica? ¿Por qué miles de menores abandonan las aulas para trabajar? La brecha entre lo que dice el código y la realidad que viven los jóvenes ecuatorianos es un recordatorio constante de que las leyes, por sí solas, no transforman realidades.
El sistema penal ecuatoriano, enfrenta desafíos aún más complejos. En un país donde la inseguridad se ha convertido en preocupación constante, la justicia penal es vista con escepticismo. "Aquí los ladrones entran por una puerta y salen por la otra", es una frase que se repite en conversaciones de esquina. Esta percepción refleja una realidad donde la impunidad parece ser la regla y no la excepción. La dignidad humana, ese valor fundamental que debería guiar toda acción del Estado, queda frecuentemente relegada cuando intereses políticos y económicos penetran en los tribunales. No es raro escuchar que "la justicia baila al ritmo que le tocan", una expresión que revela la profunda desconfianza en la independencia del sistema judicial.
En las comunidades indígenas de la Sierra o la Amazonía, esta desconfianza adquiere dimensiones históricas. Para muchos pueblos originarios, el sistema judicial oficial representa una imposición más que una garantía. No es casualidad que prefieran resolver sus conflictos mediante la justicia indígena, un sistema ancestral que, aunque reconocido constitucionalmente, sigue siendo marginado en la práctica. El problema va más allá de las leyes escritas. En Ecuador, la justicia ha quedado atrapada en una red de influencias políticas y disputas de poder. Los jueces, quienes deberían ser los guardianes imparciales del derecho, a menudo se ven presionados por intereses externos. Esta interferencia se traduce en sentencias contradictorias, procesos eternos y, lo que es peor, en una creciente sensación de indefensión entre los ciudadanos comunes.
Esta crisis de confianza no es solo un problema judicial; es un reflejo del deterioro del contrato social, de ese acuerdo por el cual los ciudadanos aceptan las reglas a cambio de protección y justicia. La relación entre derecho y política en Ecuador ha sido especialmente tóxica. Los intereses del poder han convertido a la justicia en un campo de batalla donde se viven conflictos que poco tienen que ver con los derechos de los ciudadanos. Los cambios constantes en las cortes, las reformas apresuradas y las intervenciones políticas han debilitado la credibilidad de un sistema que debería mantenerse firme ante las presiones del momento. La transformación que Ecuador necesita exige más que reformas legales. Requiere un compromiso firme con la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana. Los ecuatorianos no solo deben conocer sus derechos, sino contar con mecanismos efectivos para hacerlos valer. La justicia debe salir de sus edificios imponentes y llegar a las comunidades, a las escuelas, a los barrios marginados.
Investigadores como Castro Pizarro, ache Romero y Durán Ocampo han documentado la enorme distancia entre el discurso legal y la realidad social ecuatoriana. Sus estudios revelan que, a pesar de contar con una de las constituciones más progresistas de América Latina, Ecuador sigue atrapado en prácticas que favorecen a unos pocos privilegiados. El camino hacia una justicia verdadera exige reconocer que las leyes son construcciones sociales que deben evolucionar junto con las necesidades y aspiraciones de la población. La experiencia ecuatoriana demuestra que no basta con tener buenas leyes; es necesario que éstas se apliquen con equidad, transparencia y respeto a la dignidad humana.
"La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes"
En las plazas y mercados, en las aulas universitarias y en los cafés, los ecuatorianos siguen debatiendo sobre el significado de la justicia. Este debate es, en sí mismo, una señal de esperanza. La crítica social, lejos de ser un síntoma de resignación, es un llamado urgente a la acción, un recordatorio de que la justicia, el derecho y la ley pertenecen a todos y no solo a quienes ostentan el poder.
El Ecuador que sueñan sus ciudadanos es uno donde la justicia no sea un privilegio sino un derecho efectivo. Un país donde las instituciones respondan a las necesidades reales de la gente y no a los intereses de grupos reducidos. Este sueño, compartido por millones, solo podrá hacerse realidad cuando el compromiso con la equidad trascienda los discursos y se materialice en acciones concretas. La trascendencia de la justicia en Ecuador no radica en la perfección de sus leyes, sino en su capacidad para transformar vidas, para proteger a los más vulnerables y para garantizar que la dignidad humana no sea solo una frase bonita, sino una realidad cotidiana. Este es el desafío que enfrenta la sociedad ecuatoriana: convertir el ideal de justicia en una experiencia vivida por todos sus ciudadanos, sin importar su origen, su posición social o sus recursos económicos.
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