Crónica social
La luz de la mañana entra tímida por la ventana, filtrándose entre las cortinas como un hilo de seda dorada. Afuera, el aire huele a pan recién horneado y a café que hierve en alguna cocina vecina, la ciudad despierta con sus sonidos cotidianos: el arranque de un motor, el silbido del viento que acaricia las hojas, las voces lejanas que se mezclan en una conversación irrelevante para quien habita esta habitación.
Dentro, el tiempo avanza distinto frente al espejo, una figura se detiene, apenas respirando, la superficie pulida devuelve una imagen que no coincide con la realidad. No es un reflejo fiel, sino un cuadro distorsionado, como si los bordes se hincharan y las proporciones se alteraran. Allí, en ese cristal frío, no hay tregua. Es juez, testigo y verdugo. Cada mañana dicta sentencia: “todavía sobra”, “podrías hacerlo mejor”, “no es suficiente”.
CADA MAÑANA DICTA SENTENCIA
En la mesa de comedor, un plato aguarda. El aroma de la comida asciende tibio, mezclándose con el silencio. Lo que para otros es un momento de encuentro, aquí es un campo de batalla. A veces la guerra se gana dejando intacta la ración, alegando falta de apetito. Otras, la estrategia consiste en comer con prisa, para luego, detrás de una puerta cerrada, expulsar no solo lo ingerido, sino la culpa que se arrastra como un peso insoportable.
“El hambre física deja de importar. Lo que arde por dentro es un vacío más hondo, tejido de inseguridades, miradas evaluadoras, comentarios lanzados con descuido. Las revistas, las pantallas, las redes sociales repiten imágenes que prometen aceptación si se alcanza cierta forma, cierto número, cierta talla”.
El cuerpo, obediente a un mandato cruel, se somete a jornadas de ejercicio hasta el agotamiento, a ayunos que borran el calor de la piel y vuelven los dedos fríos. La piel se ajusta a los huesos, la energía se apaga como una vela sin oxígeno. Las ropas holgadas esconden la fragilidad. La sonrisa, cuidadosamente ensayada, oculta noches de insomnio y pensamientos que golpean con la misma insistencia que un tambor.
No hay un instante exacto que marque el inicio de esta historia. A veces nace con una frase inocente: “te verías mejor si…”, “has ganado unos kilos”. Otras, con el deseo de “mejorar” para una fecha especial. Pero lo que empieza como un cambio pequeño, pronto se convierte en un monstruo silencioso que dicta cada movimiento. La báscula se vuelve un altar, y el número que marca es oráculo que decide el humor del día.
La soledad, incluso rodeada de gente, es una sombra constante. Quienes están cerca tal vez sospechan, pero no alcanzan a comprender la magnitud de la tormenta interna no es cuestión de voluntad, como se suele pensar; es una batalla contra un enemigo invisible, un susurro insistente que afirma que nunca es suficiente. Y sin embargo, hay destellos. Un abrazo cálido que rompe la armadura. Una voz que no juzga. El olor de una sopa casera que despierta un recuerdo de infancia. La sensación de una mano sosteniendo otra, firme, segura. Quien está en medio de la lucha quizá no lo note, pero cada uno de esos gestos abre grietas en el muro.
Pie de Foto: Karolina descansa su cabeza sobre la mesa después de la comida, donde incluso lo cotidiano se vuelve desafío. Autor: Marie Hald, parte de su serie que documenta a jóvenes con trastornos alimentarios durante su tratamiento en Polonia.
Algunos encuentran la fuerza para buscar ayuda, descubren que sanar es un proceso irregular, lleno de avances y retrocesos que hay días en los que la culpa vuelve, pero también otros en los que se puede disfrutar un bocado sin castigo aprenden que mirarse al espejo no tiene por qué doler, que el reflejo puede ser un aliado.
"La batalla contra la anorexia o la bulimia es física, sí, pero sobre todo es emocional. Es un proceso de reconstrucción que exige paciencia, compasión y la capacidad de volver a escuchar al cuerpo sin exigirle más de lo que puede dar, es aprender que cada latido es un acto de resistencia y que el alimento no es un castigo, sino una forma de cuidado. Es comprender que la belleza no se pesa, que las cicatrices visibles o invisibles cuentan historias de supervivencia, y que la vida vale infinitamente más que cualquier estándar impuesto por una sociedad que a veces olvida mirar más allá de la piel”.
Un día, casi sin darse cuenta, el espejo deja de ser un enemigo, deja de mentir ya no devuelve una silueta distorsionada, sino un retrato de alguien que sobrevivió, que se permitió sanar, que aprendió a habitar su propio cuerpo con gratitud, los ojos que antes buscaban defectos ahora reconocen fortalezas; las manos que se castigaban ahora se tienden para sostener. Y en ese instante, se entiende la verdad más simple y a la vez más difícil de aceptar: el valor de una persona nunca estuvo en los gramos que marca una báscula, sino en la fuerza que tuvo para quedarse aquí, para seguir respirando, para elegir vivir.
Pie de foto: La anorexia/ Foto: shizen.com
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