una crónica cultural
Cada vez que sonaba el tañir de las campanas con el consabido llamado a réquiem, de la iglesia del pequeño poblado, las gentecitas se apresuraban a persignarse y elevar plegarias, por el insuceso de la pérdida vida que la parca se llevaba.
EN LOS PUEBLOS ORIGINARIOS LA CELEBRACIÓN DE LOS MUERTOS, SIEMPRE FUE UNA SUERTE DE REGOCIJO.
En todos los rincones de Latinoamérica, tenemos la costumbre de celebrar el Día de los Muertos o Finados, desde México hacia el Sur todos nos reencontramos con los que ya se fueron, pero que en la memoria singular y plural de los deudos y conocidos han dejado su huella impregnada.
En los pueblos originarios, la celebración de los muertos siempre fue una suerte de regocijo, pues Mayas, Incas, Mexicas, Toltecas, Olmecas y otros pueblos del Abya Ayala, enviaron al hades a los suyos con mucha parafernalia y lujo; así como con todos sus bártulos y cacharros para que no carezcan de nada en el más allá.
En nuestro Ecuador, las distintas nacionalidades que lo conforman entienden este pasaje o transición de la vida hacia la muerte de distintas formas en el ritual, pero en lo esotérico cada quién aporta diferencias de fondo.
Así, los pueblos del norte y centro del país celebran la tradicional fiesta de finados con la amasada del pan y la colada morada que en el simbolismo sincrético religioso son el cuerpo y la sangre de Cristo, y en lo simbólico de los fondos sentimentales de la Pacha-Mama, la celebración cobra vida en la cosecha del maíz morado y la bienaventuranza de las mieses del trigo para el pan que la tierrita provee para mitigar las hambrecitas de los runas (hombres).
Pueblos como el mío, han dedicado generaciones a cuidar esmeradamente el sueño de nuestros muertos. Tulcán posee un jardín de cipreses esculpidos artísticamente, para denostar la magnificencia de la vida y la creación del hombre ante el inexorable paso hacia el inframundo, y de hecho, conlleva el gesto artístico de respeto reverente hacia el cuarto jinete del Apocalipsis y su pálido caballo. El cementerio de Tulcán, unicado al norte del país, es muestra viviente de cómo los deudos acercan la muerte a la vida través del hornamento y el decorado como una expresión de unión dimensional.
Los mexicanos en su cosmovisión lo celebran con mucho jolgorio y regocijo; lo hacen con un infinito carnaval de colores propios de su mixtura étnica y sobre todo nacionalista que embellecen sus calles, cementerios y parques con ferias, donde las alegorías y alabanzas hacia la Santa Muerte, las catrinas y las lloronas pululan por doquier.
Rasgos de Identidad en la cinematografía.
El cine cuenta de estos ágapes religiosos y culturales de México con el film “Coco”. En la parroquia rural de Calderón, ubicada al norte de Quito en Ecuador, persiste el simpar festejo de finados con el consumo de la comida que les gustaba en vida a sus muertos; sin duda, es un rito que perdura aún en estos tiempos que el destino nos alcanza y consume la efímera vida, como haces de luz y pavesas de fuego que el viento se lleva.
"El misterio de la muerte que procupaba a occidente; siempre fue parte de la vida en los pueblos de Abya Ayala".
En los rincones de cada pueblo, todavía tañen las campanas para llamar al réquiem y los muertos en espíritu yacen ahí, justo en el recordar de cada difunto. Así como el sol sale todos los días para los vivos, durante las tardes y junto a los fogones de las vetustas casas de la serranía ecuatoriana, no faltan las oportunidades para revivir instantes del pasada junto a los difuntos.
El relato de los abuelos sobrevive la nostalgia de quienes ya no están, pero se entumece el cuerpo por el frío andino, a sorbos se evacúa el café, el oído está presto para escuchar de la voz de la abuelita y el cuento de la María Angula que sacó las tripas de la sepultura continúa...
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