Una crónica viajera
El primer aviso no lo da el camino, lo da el aire. Más delgado, más limpio, más frío. Apenas se dejan atrás las últimas casas del pueblo de El Ángel; la ruta se estira entre montañas silenciosas, y poco a poco, el paisaje comienza a transformarse: los árboles desaparecen, la neblina baja, y entonces uno se da cuenta de que está entrando a un lugar distinto, un lugar que parece suspendido entre la tierra y el cielo.
Al páramo no se entra, se asciende. Y una vez arriba, el mundo cambia, pesan más que cualquier mochila. Los frailejones son los primeros en saludar altos, serenos, cubiertos de vellos plateados, se alzan como figuras sagradas en un escenario que no parece de este planeta. Algunos tienen más de un siglo de vida y están por todas partes, quietos, como si esperaran algo o vigilaran a alguien. Entre ellos, uno se siente pequeño, no por el frío ni la altura, sino por la humildad que impone lo natural.
Y SÍ, ESCUCHAR EL PÁRAMO ES PARTE DEL VIAJE, LOS SONIDOS SON MÍNIMOS: EL CRUJIR DEL AGUA BAJO LA TIERRA, EL SILBIDO DEL VIENTO, EL CANTO OCASIONAL DE UN AVE QUE SE PIERDE EN EL GRIS.
La ruta no está marcada con letreros. La marca la experiencia. Cada paso sobre el musgo húmedo, cada ráfaga de viento que obliga a abrigarse más, cada nube que cubre el camino de pronto y lo vuelve a descubrir como un truco de magia. Camino junto a don Manuel, un guía local, lleva gorro, botas y una memoria cargada de historias; dice que antes el páramo era un lugar de paso, hoy –algunos vienen solo a tomarse fotos–, “Pero el que se queda un rato más, lo entiende”, dice. “Aquí uno no solo ve. Aquí uno escucha”.
“El páramo no se recorre con los pies, se recorre con los ojos y el alma”.
Y sí, escuchar el páramo es parte del viaje, los sonidos son mínimos: el crujir del agua bajo la tierra, el silbido del viento, el canto ocasional de un ave que se pierde en el gris. Todo es sutil, como si la naturaleza hablara en susurros. A veces, el silencio lo envuelve todo, pero nunca incomoda porque un silencio es distinto, lleno y poderoso. Uno de esos silencios que enseñan.
Llegamos a la Laguna El Voladero cuando el sol aún resistía entre las nubes, el agua, quieta como un espejo, reflejaba un cielo que parecía parte del páramo mismo. A su alrededor, frailejones jóvenes y viejos, algunos solos, otros agrupados, como familias vegetales que se cuidan entre sí. Me senté en una piedra y no dije nada, ni yo, ni don Manuel hacía falta.
Estar allí no es solo turismo; es algo más como viajar hacia dentro. No hay señal de celular, ni cafeterías, ni filas de turistas con sombreros de ala ancha, hay humedad, barro, y viento, y belleza cruda hay que merecerla. Por eso quizá no todos llegan pero quienes lo hacen, entienden.
Al regresar, el frío ya no molesta tanto. Se ha vuelto parte del cuerpo, como el olor a musgo o el recuerdo del agua transparente. Don Manuel se despide con una frase sencilla: “El páramo no se recorre con los pies, se recorre con los ojos y el alma”.
Pie de Foto: Peregrinación y romería. Foto: Turisec.
Lo anoto mentalmente. Y bajo en silencio. El Ángel no es solo un destino escondido. Es una experiencia que —como el agua que nace allí— te acompaña mucho después de haber partido.
"Estar allí no es solo turismo es algo más es viajar hacia dentro.”.
Amanecer en el páramo El Ángel es observar los frailejón, alcanzar una vista panorámica de la laguna y apoderarse del paisaje nocturno andino. Los sentidos se activan sin control y las sensaciones permiten vivir más de una vida, bajo el silencio paramal y en plenitud de la paz de las montañas.
Pie de foto: Paisaje nocturno del páramo/ Foto: Diego Mideros.
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