Fe y calma en lo profundo de la tierra
No todos los caminos conducen a Roma, algunos, más humildes pero igual de sagrados, descienden por el corazón húmedo de las montañas del Carchi. Allí, donde el verde de los árboles se funde con la neblina de las madrugadas frías, existe un santuario natural que no se impone, sino que invita: la Gruta de la Paz.
No hay campanarios altos ni vitrales de colores solo un sendero que se abre entre el bosque y baja en espiral hacia el lecho de un río. El eco de los pasos se mezcla con el murmullo constante del Apaquí, y el aire tan limpio que corta se llena con el aroma de la humedad y las velas encendidas.
Y AQUÍ, LA FE NO GRITA: SUSURRA EN EL SILENCIO, ENTRE EL AGUA Y LAS ROCAS.
La experiencia no comienza al llegar a la gruta, sino mucho antes, desde las primeras horas del día, los caminos de El Ángel, San Gabriel, Tulcán e incluso de algunas comunidades colombianas, se llenan de fieles que caminan con paso lento pero firme. Algunos van descalzos, otros en silencio, y muchos con los ojos cerrados, como si cada paso fuera también una oración. Cargan flores, velas, pequeñas imágenes y, en muchos casos, recuerdos que pesan más que cualquier mochila.
“Uno no viene solo a pedir, viene a dejar aquí lo que pesa y salir más ligero”, me dijo un peregrino mientras encendía una vela”.
A medida que se desciende por las gradas de piedra, el paisaje se transforma. Las paredes se estrechan, los árboles se doblan sobre el sendero y la luz cambia de tono. El mundo exterior se queda atrás, y comienza uno nuevo: más callado, más íntimo, más espiritual. Se siente como entrar en el interior mismo de la montaña, como si esta, generosa, ofreciera su vientre como refugio para la fe.
La gruta aparece de golpe, sin anunciarse con grandes signos. Su entrada es una boca oscura de roca por la que fluye un hilo de agua cristalina. Al fondo, la imagen de la Virgen de la Paz se alza humilde, como si hubiese brotado de la piedra misma, no hay oro ni mármol, pero sí una fuerza que se percibe apenas uno cruza el umbral.
Las paredes están cubiertas de placas y exvotos. Cada uno de esos objetos es un relato mudo: una operación que salió bien, un hijo que volvió, una enfermedad que cedió, un accidente del que se salió vivo. "Gracias por el milagro", se repite una y otra vez, en letras grandes, pequeñas, torcidas, pero siempre sinceras, hay fotografías en blanco y negro, muletas abandonadas, cartas escritas con lápiz y oraciones envueltas en plástico.
En un rincón, una anciana en silencio aprieta su rosario entre los dedos mientras el agua le moja los zapatos. A su lado, un joven escribe algo en un cuaderno. Más allá, una niña enciende una vela con manos temblorosas. Nadie dice nada, pero todos parecen estar hablando con alguien. En la Gruta de la Paz, la fe no grita, susurra.
Pie de Foto: Peregrinos y devotos. Foto: Radio María.
Los cuidadores del santuario caminan con pasos tranquilos. Han visto miles de historias pasar por esas gradas. A veces, se detienen a ayudar a alguien a subir. Otras, simplemente observan. “Aquí la gente viene porque necesita escuchar su propio corazón”, dice uno de los guardianes del lugar. “Y para eso, este sitio es perfecto.
"Tal vez eso es lo más milagroso del lugar: no cambia el mundo, cambia a quien se atreve a entrar”.
La tradición dice que la Virgen se apareció allí a una familia campesina, otros cuentan que fue un hallazgo natural, una cavidad con agua milagrosa que empezó a atraer gente hace más de medio siglo, sea cual sea el origen, lo cierto es que, con el tiempo, la gruta se convirtió en un santuario popular, sin marketing ni publicidad solo el boca a boca, el milagro compartido y la fe de los peregrinos.
Pie de foto: Río que rodea el santuario / Foto: Ecuventure.
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