Crónica Social
Hay lugares donde el miedo nace antes que los sueños. Donde los niños crecen mirando al suelo, no por timidez, sino por precaución. Donde la violencia no es un hecho aislado, sino una rutina silenciosa que se filtra por las rendijas de las casas, se instala en las conversaciones y se clava en la piel como el sol en la tarde. En esos barrios, crecer no es sinónimo de descubrir el mundo, sino de aprender a esquivarlo.
Allí, la adolescencia no llega con música y libertad, sino con sobresaltos, puertas cerradas y nombres que no deben pronunciarse en voz alta. Los jóvenes no tienen tiempo de equivocarse ni de rebelarse de manera inocente, porque cada decisión, hasta la más pequeña, puede marcar la diferencia entre vivir un día más o no.
CUANDO EL MIEDO SE CONVIERTE EN GUÍA, LA INFANCIA SE PIERDE SIN AVISO.
Y entonces llega el momento. A veces, de manera tan sutil que pasa desapercibida: un favor que parece inocente, un pequeño encargo, una entrega rápida. Otras, con una crudeza palpable: una amenaza disfrazada, una mirada que intimida, una deuda inventada que, de repente, se vuelve imposible de saldar.
“Al principio no entendía, solo hacía lo que me pedían. Luego, me di cuenta de que ya no podía dar un paso atrás. Quiero salir, pero me da miedo lo que pueda pasar si lo hago”.
No es ambición lo que los lleva a las bandas. No es codicia. Es la necesidad de pertenecer a algo, aunque ese algo los destruya. Es la ilusión de ser vistos, de no ser solo un número más en una lista interminable de olvidados. Y cuando ya están dentro, salir no es una opción.
No se trata de ingenuidad. Los adolescentes son conscientes del peligro, pero sienten que no tienen opciones. Estudiar o conseguir empleo no siempre son alternativas viables. El crimen, lejos de ser una excepción, se convierte en una estructura que ofrece un propósito: pertenecer, ser visto.
Una vez que un joven entra en esa red, la salida parece cada vez más lejana. No es lealtad lo que lo ata, sino el terror. Hoy hace un favor, mañana es vigilado, pasado es amenazado. Ya no puede decir no, no puede hablar. Con apenas 14 años, lleva en su espalda el peso de una vida que no pidió.
Las madres empiezan a notar el cambio. Saben que algo no va bien cuando sus hijos ya no sonríen, cuando llegan tarde y sus palabras pierden sentido. Algunas intentan intervenir, pero el miedo las paraliza. Prefieren callar, abrazar a sus hijos y rezar por un futuro que parece lejano.
Pie de Foto: “Realidad de niños” Foto: Imagen extraída desde Revista Gestión (fotografía tipo Shutterstock editorial).
En las aulas, los profesores también notan el cambio. Ven el cansancio en los ojos de los estudiantes, una fatiga que va más allá de las tareas escolares. Tratan de ser un refugio, pero no siempre logran llegar. La educación se ha convertido en un campo de batalla donde el miedo también se infiltra.
"Yo no elegí esto, pero cuando no tienes salida, el miedo te dice qué hacer"
Estos jóvenes no fueron atraídos por la ambición, sino por el miedo y la falta de oportunidades. La indiferencia de una sociedad que los olvida los empuja hacia el abismo de la violencia. Si seguimos mirando hacia otro lado, cada historia rota será también nuestra responsabilidad. Aún estamos a tiempo de cambiar su destino, de ofrecerles un futuro sin miedo.
Pie de foto: “Madres fuera de cárceles” / Foto: Imagen extraída desde Proceso (fotografía tipo Shutterstock editorial)
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